28 de mayo de 2015

Elecciones

Dicen que en las montañas se fraguan amistades de por vida y odios eternos.

La mayoría de mis amigos y conocidos son, con mayor o menor intensidad, gente de monte. Es lo normal, teniendo en cuenta que yo misma llevo vinculada a la montaña, por profesión y por afición, desde hace dos décadas. Lo dicen mi CV y algunas fotos descoloridas que aún conservo. También podrían atestiguarlo así algunas personas a quien conocí siendo veinteañera – ¡alguna vez fui de eso! - y con las que todavía mantengo contacto regular. De hecho, aparecen conmigo en las imágenes... Tal vez con más pelo, la piel más tersa, unos forros polares horrorosos (¿O creían que los ochenta no llegaron a las cumbres?) … Pero la misma profundidad en la mirada de los que miran al horizonte desde las atalayas, y que aún conservan cuando, de nuevo, oteamos el siglo XXI desde otra cumbre compartida. 

Hace muchos, muchos años, en un lejano refugio (de los Ecris, Alpes franceses).
El de los calcetines morados - del short/gayumbo ni comento - está invitado a mi cumpleaños la semana que viene.  

Me siento afortunada. O mejor dicho, me siento orgullosa de haber contribuido tanto como mis amigos y conocidos a mantener el contacto, a saludarnos cuando nos cruzamos en el camino (esa costumbre tan arraigada entre montañeros hasta hace poco), o a retomar conversaciones y recuerdos comunes tras años sin vernos, como si no hubiera transcurrido el tiempo. Porque mantener una amistad, como cualquier otra relación humana, créanme que no es cuestión de suerte. O se riega con esfuerzo, generosidad y ganas, o se agosta y se muere sola, sin enfados, sin despedida, sin motivo, sin darnos cuenta. Un día miramos una foto y nos preguntamos: “¡Anda! ¿Qué fue de éste, de ésta, de aquellos?” No será más que una pregunta retórica, que abandonamos mucho antes de acordarnos de la voz de esas personas, mucho antes de plantearnos buscar su nombre en las redes sociales.

También es cierto que, otra vez como toda relación, tiene luces y sombras. Sabemos mucho y muy poco, al mismo tiempo, los unos de los otros. Podemos discutir con fiereza sobre la dirección del viento, pasar horas buscando el sentido trascendente de la existencia – y no llegar a saber nunca si esa persona tiene hermanos, o cual es su color favorito. Sencillamente, porque nunca ha venido a cuento. Ni importa.  O eso creía yo.

Durante años, mis amigos y yo nos hemos reunido para hablar de picos y vacaciones, de sueños y proyectos. Charlábamos de lo divino y de lo humano con interés pero también con cierto desapego. Es esa  sensación de alejamiento que da declararse inmune a las drogas de la ciudad, por encima de las tristes preocupaciones de los hombres del valle. Encarábamos el futuro  incierto y los “asuntos serios” con el escepticismo tranquilo del que sabe que no somos nada y que sólo un mal paso nos separa del vacío. Cuando internet revolucionó nuestras vidas, con el cambio de siglo, nos hicimos audiovisuales y enriquecimos nuestros cuentos con bellas imágenes de crestas blancas, abrazos de cumbre y roca cubierta de liquen antiguo.

Pero entonces llegó la política. No la política en general -  esa actividad de cínicos y aburridos, esa curiosidad histórica, esa dimensión ficticia que ignoraba la “pura vida” que nosotros habíamos descubierto. Me refiero a la política militante, la de los gritos y las proclamas, la que pide cambio aunque sea a golpes o continuidad con mano dura, la que te apunta con el dedo y pregunta: “¿Conmigo o contra mí?”. La que se vive, en este país, como el fútbol. Viva er Beti’ manque pierda y eso ha sido penalti, árbitro de mierda, porque lo digo yo y porque ése que protesta es de los míos.

Sí; claro que no vino sola, ni de pronto, ni sin razón aparente. Ni voy ahora a extenderme en las razones de unos o de otros, ni los porqués, ni los cómos, ni los cuándos (¡cuánto ni!) Solo constato que, a día de hoy, las lomas nevadas y las paredes de roca cubiertas de liquen han quedado muy abajo en mi muro de Facebook. Que los en los grupos de chat para quedadas de montaña ya no se habla de montañas ni de quedar, como no sea para ir de manifestación. Y que yo, que me creía en armonía con el universo, de pronto me veo rechazando bailes porque no entiendo la música que suena.
Ver el chiste completo del gran Forges en El País del 28 de mayo aquí.

 No es que no me interese la política; me fascina de manera casi científica. Al fin y al cabo soy periodista. Pero como tal asumo que me falta información, me sobra ruido, y que no he encontrado ninguna verdad absoluta que profesar. No sé hilar mis reflexiones con palabras tan grandes: Democracia. Revolución. Dignidad. Igualdad. Para todos. Ni tan rudas: Fascistas. Comunistas. Ladrones. Todos. No sé muy bien qué está ocurriendo y no tengo ni la más remota idea de lo que va a ocurrir. El problema es que los demás sí parecen tenerlo clarísimo. ¡Éste! ¡Ésa! ¡Aquellos! Contemplo la batalla desde el otro lado de la pantalla y de pronto recuerdo… “¡Anda! ¿Qué fue de las montañas, de los planes de vacaciones?”

Miren, yo tenía cuatro años cuando murió Franco, así que no viví la dictadura y de la transición, apenas me enteré. La política no era una opción de interés durante mi juventud y mi adolescencia. Teníamos preocupaciones, no crean, pero eran otras. Y pensábamos que las resolveríamos cada uno de nosotros, no los políticos. Fuimos una generación de individualistas, los de la “X”.Tampoco sé hasta que punto los practicantes de montaña pueden ser más afectos a una tendencia política que a otra o, sencillamente, afectos a la política. Resultó que, al igual que el color favorito, nunca se me ocurrió preguntar. No venía al caso, creí. Igual me equivoqué.


Creo que todo el mundo tiene derecho a defender sus ideas,y a expresarlas. Pero no a presionar para que tome partido o, peor, a que tome su partido o me revele como un ser despreciable. Y para mí,los mensajes insistentes en todo tipo de foros en prnicipi abiertos para otros menesteres es presionar. O ser un cansino de cuidado. 

 Podría alegar mil discusiones sobre el camino a seguir en mitad de la ventisca, o aquel rápel de fortuna, cuando pudimos habernos matado y acepté colgarme de ahí contra mi voluntad pero al final salió bien y acabamos todos riéndonos y enjuagando con cerveza el regusto del miedo… Me resisto a aceptar que aquellos finales delices a prueba de viento y relámpagos, al final se los vaya a llevar por delante un exabrupto ideológico de alguien que ni conozco, por mucha o poca razón que creamos que lleve. Cuando llegue la próxima tormenta, quiero una mano familiar – no un slogan ingenioso. 

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