Dicen que en las montañas se fraguan amistades de por vida y
odios eternos.
La mayoría de mis amigos y conocidos son, con mayor o menor
intensidad, gente de monte. Es lo normal, teniendo en cuenta que yo misma llevo
vinculada a la montaña, por profesión y por afición, desde hace dos décadas. Lo
dicen mi CV y algunas fotos descoloridas que aún conservo. También podrían
atestiguarlo así algunas personas a quien conocí siendo veinteañera – ¡alguna
vez fui de eso! - y con las que todavía mantengo contacto regular. De hecho,
aparecen conmigo en las imágenes... Tal vez con más pelo, la piel más tersa,
unos forros polares horrorosos (¿O creían que los ochenta no llegaron a las
cumbres?) … Pero la misma profundidad en la mirada de los que miran al horizonte
desde las atalayas, y que aún conservan cuando, de nuevo, oteamos el siglo XXI
desde otra cumbre compartida.
Hace muchos, muchos años, en un lejano refugio (de los Ecris, Alpes franceses). El de los calcetines morados - del short/gayumbo ni comento - está invitado a mi cumpleaños la semana que viene. |
Me siento afortunada. O mejor dicho, me siento orgullosa de
haber contribuido tanto como mis amigos y conocidos a mantener el contacto, a
saludarnos cuando nos cruzamos en el camino (esa costumbre tan arraigada entre
montañeros hasta hace poco), o a retomar conversaciones y recuerdos comunes
tras años sin vernos, como si no hubiera transcurrido el tiempo. Porque
mantener una amistad, como cualquier otra relación humana, créanme que no es
cuestión de suerte. O se riega con esfuerzo, generosidad y ganas, o se agosta y
se muere sola, sin enfados, sin despedida, sin motivo, sin darnos cuenta. Un
día miramos una foto y nos preguntamos: “¡Anda! ¿Qué fue de éste, de ésta, de
aquellos?” No será más que una pregunta retórica, que abandonamos mucho antes
de acordarnos de la voz de esas personas, mucho antes de plantearnos buscar su
nombre en las redes sociales.
También es cierto que, otra vez como toda relación, tiene
luces y sombras. Sabemos mucho y muy poco, al mismo tiempo, los unos de los
otros. Podemos discutir con fiereza sobre la dirección del viento, pasar horas
buscando el sentido trascendente de la existencia – y no llegar a saber nunca
si esa persona tiene hermanos, o cual es su color favorito. Sencillamente,
porque nunca ha venido a cuento. Ni importa.
O eso creía yo.
Durante años, mis amigos y yo nos hemos reunido para hablar
de picos y vacaciones, de sueños y proyectos. Charlábamos de lo divino y de lo
humano con interés pero también con cierto desapego. Es esa sensación de alejamiento que da declararse inmune
a las drogas de la ciudad, por encima de las tristes preocupaciones de los
hombres del valle. Encarábamos el futuro
incierto y los “asuntos serios” con el escepticismo tranquilo del que
sabe que no somos nada y que sólo un mal paso nos separa del vacío. Cuando
internet revolucionó nuestras vidas, con el cambio de siglo, nos hicimos
audiovisuales y enriquecimos nuestros cuentos con bellas imágenes de crestas
blancas, abrazos de cumbre y roca cubierta de liquen antiguo.
Pero entonces llegó la política. No la política en general -
esa actividad de cínicos y aburridos,
esa curiosidad histórica, esa dimensión ficticia que ignoraba la “pura vida”
que nosotros habíamos descubierto. Me refiero a la política militante, la de
los gritos y las proclamas, la que pide cambio aunque sea a golpes o
continuidad con mano dura, la que te apunta con el dedo y pregunta: “¿Conmigo o
contra mí?”. La que se vive, en este país, como el fútbol. Viva er Beti’ manque pierda y eso ha sido penalti, árbitro de
mierda, porque lo digo yo y porque ése que protesta es de los míos.
Sí; claro que no vino sola, ni de pronto, ni sin razón
aparente. Ni voy ahora a extenderme en las razones de unos o de otros, ni los
porqués, ni los cómos, ni los cuándos (¡cuánto ni!) Solo constato que, a día de hoy, las lomas nevadas y las paredes
de roca cubiertas de liquen han quedado muy abajo en mi muro de Facebook. Que los en los grupos de chat
para quedadas de montaña ya no se habla de montañas ni de quedar, como no sea
para ir de manifestación. Y que yo, que me creía en armonía con el universo, de pronto me veo
rechazando bailes porque no entiendo la música que suena.
Ver el chiste completo del gran Forges en El País del 28 de mayo aquí. |
No es que no me interese
la política; me fascina de manera casi científica. Al fin y al cabo soy
periodista. Pero como tal asumo que me falta información, me sobra ruido, y que
no he encontrado ninguna verdad absoluta que profesar. No sé hilar mis
reflexiones con palabras tan grandes: Democracia. Revolución. Dignidad.
Igualdad. Para todos. Ni tan rudas: Fascistas. Comunistas. Ladrones. Todos. No
sé muy bien qué está ocurriendo y no tengo ni la más remota idea de lo que va a
ocurrir. El problema es que los demás sí parecen tenerlo clarísimo. ¡Éste!
¡Ésa! ¡Aquellos! Contemplo la batalla desde el otro lado de la pantalla y de pronto recuerdo… “¡Anda! ¿Qué fue de las montañas, de los planes de vacaciones?”
Miren, yo tenía cuatro años cuando murió Franco, así que no
viví la dictadura y de la transición, apenas me enteré. La política no era una
opción de interés durante mi juventud y mi adolescencia. Teníamos
preocupaciones, no crean, pero eran otras. Y pensábamos que las resolveríamos
cada uno de nosotros, no los políticos. Fuimos una generación de
individualistas, los de la “X”.Tampoco sé hasta que punto los practicantes de
montaña pueden ser más afectos a una tendencia política que a otra o, sencillamente,
afectos a la política. Resultó que, al igual que el color favorito, nunca se me
ocurrió preguntar. No venía al caso, creí. Igual me equivoqué.
Creo que todo el mundo tiene derecho a defender sus ideas,y a expresarlas. Pero no a presionar para que tome partido o, peor, a que tome su partido o me revele como un ser despreciable. Y para mí,los mensajes insistentes en todo tipo de foros en prnicipi abiertos para otros menesteres es presionar. O ser un cansino de cuidado.
Podría alegar mil discusiones sobre el camino a seguir en mitad de la ventisca, o aquel rápel de
fortuna, cuando pudimos habernos matado y acepté colgarme de ahí contra mi
voluntad pero al final salió bien y acabamos todos riéndonos y enjuagando con
cerveza el regusto del miedo… Me resisto a aceptar que aquellos finales delices a prueba de viento y relámpagos, al final se los vaya a llevar por delante un exabrupto ideológico de alguien que ni conozco,
por mucha o poca razón que creamos que lleve. Cuando llegue la próxima tormenta,
quiero una mano familiar – no un slogan ingenioso.